domingo, 16 de octubre de 2011

Steve Jobs El mito del gurú de Apple

1980: Ejecutivo de 40 años, 1,98 mts, atlético, con traje y corbata, conoce a veinteañero entusiasta con pinta de hippie. El primero es Jay Elliot, recién salido de la poderosa IBM. El segundo es Steve Jobs, el incipiente visionario que se convertiría en gurú de Apple y padre de lo "amistoso para el usuario".

Años después de su andadura en común, Elliot rinde tributo con su libro al espíritu emprendedor y la creatividad desbordante del fallecido fundador de Apple. A continuación, el prólogo.

“ESTABA SENTADO en el área de espera de un restaurante... que resultaba uno de los lugares más inesperados en el mundo para tener un encuentro que cambiaría mi vida.

El titular que estaba leyendo en la sección de negocios hablaba sobre el final desastroso del comienzo de la compañía Eagle Computer. Un joven, que también estaba esperando, leía el mismo artículo. Empezamos a conversar y le hablé de mi relación con la historia. Le acababa de decir a mi jefe, el presidente de Intel, Andy Grove, que renunciaba a mi posición para unirme al equipo que arrancaba Eagle Computer. La compañía apenas se había anunciado públicamente. El día de la oferta pública el CEO se convirtió instantáneamente en multimillonario, y para festejar salió a tomar unas copas con sus cofundadores. De ahí se fue directo a comprar un Ferrari; hizo una prueba de conducción en un auto del concesionario y chocó. Él murió, la compañía se murió y el trabajo por el que había renunciado a Intel se terminaba antes de que yo pudiera ponerme a trabajar.

El joven a quien conté esta historia me empezó a preguntar cosas acerca de mis antecedentes. Éramos muy distintos: él era un veinteañero con aspecto de hippie que vestía jeans y tenis. Él vio en mí a un atleta de 1,98 metros, de 40 años, de tipo corporativo que usa traje y corbata. Lo único que parecíamos tener en común era que en ese momento ambos teníamos barba. Sin embargo, descubrimos rápidamente que ambos compartíamos una pasión por los computadores. El tipo era un tragafuegos, ardiendo en energía, encendido ante la idea de que yo había trabajado en posiciones clave en el área de tecnología, pero que había

dejado IBM cuando descubrí que eran muy lentos para aceptar nuevas ideas.

Se presentó como Steve Jobs, presidente del consejo de Apple Computer. Yo apenas había oído hablar de Apple, pero me costaba trabajo imaginarme a este joven como la cabeza de una empresa de computadores.

Después me sorprendió al decirme que le gustaría que yo me fuera a trabajar para él. "No creo que puedas pagarme lo suficiente", le respondí.

En ese momento Steve tenía 25 años y un poco después, en el mismo año, cuando Apple se volvió pública, la empresa valdría alrededor de 250 millones de dólares. Él y su compañía podían pagarme lo suficiente.

Un viernes, dos semanas más tarde, comencé a trabajar para Apple, con un salario ligeramente mayor, con más opciones accionarias que las que tenía con Intel, y con un mensaje de Andy Grove en el que me decía que "estaba cometiendo un gran error: Apple no va hacia ningún lado".

A Steve le gusta sorprender a la gente. Evita compartir la información hasta el último minuto, probablemente con el objetivo de mantenerte un poco fuera de balance y más bajo su control. Mi primer día en el trabajo, al final de una conversación vespertina para conocernos mejor, él me dijo: "Vamos a pasear mañana. Nos vemos aquí a las 10. Te quiero enseñar algo". No tenía idea de qué esperar o si me debía de preparar de alguna forma.

El sábado en la mañana nos subimos al Mercedes de Steve y conducimos. La música estallaba a todo volumen por los altavoces del coche: Police y The Beatles a un volumen demasiado alto. Ni una palabra de adónde nos dirigíamos.

Aparcó en PARC, el Centro de Investigación de Xerox en Palo Alto, donde nos acomodamos en un cuarto que tenía un equipo de informática que me volvió loco. Steve había estado ahí el mes anterior con un grupo de ingenieros de Apple, quienes discutían si los elementos que habían visto tendrían algún valor en los ordenadores personales.

Ahora Steve quería echar un segundo vistazo; estaba en llamas. Su voz cambia cuando ve algo "enfermamente grandioso" y lo pude constatar ese día. Vimos una versión primaria de un aparato que más tarde llamamos mouse, una impresora y una pantalla que no se limitaba a texto y números, sino que podía mostrar dibujos, imágenes gráficas y un menú de elementos que podías seleccionar con el mouse. Steve se refirió posteriormente a esta visita como apocalíptica. Estaba seguro de que veía el futuro de la informática.

PARC estaba creando una máquina para las empresas, un ordenador que compitiera con IBM, con un precio estimado de 10 ó 20 mil dólares. Steve veía algo distinto: un computador para todos.

Él no sólo había previsto la tecnología del computador. Al igual que un niño

en la Italia medieval que entraba a un monasterio y descubría a Jesús, Steve había descubierto la religión de lo "amigable para el usuario". O, tal vez, había sentido el deseo y había descubierto cómo satisfacerlo. Steve, el consumidor por excelencia, Steve el visionario del producto perfecto, se había topado con el deslumbrante sendero para un futuro brillante.

Por supuesto que no iba a ser un camino fácil. Él cometería muchos errores dolorosos, caros y casi desastrosos, muchos de los cuales se debieron a su idea de que era infalible, ese tipo de necedad que daba lugar al cliché de "a mi modo, o a la calle".

Sin embargo, para mí, su nuevo compinche, era fabuloso ver lo abierto que era a las posibilidades, qué entusiasta era al reconocer nuevas ideas, descubrir su valor y asumirlas. Y su entusiasmo es contagioso. Él entiende la forma de pensar de la gente que él quiere que desarrolle productos, porque es uno de ellos. Y dado que piensa como sus futuros clientes, sabe cuando ha visto el futuro.

Llegué a ver a Steve increíblemente brillante, desbordante de entusiasmo, guiado por una visión del futuro, aunque increíblemente joven y salvajemente impulsivo. ¿Cómo me veía a mí? Como algo que creo que había estado buscando y no había encontrado. En mí veía finalmente a un tipo maduro que poseía unas bases sólidas en el negocio. Aunque mi nuevo título era vicepresidente senior de Apple Computer, Inc, el trabajo incluía la tarea extraoficial de ser el compañero de Steve, su mentor y voz madura (tenía 44 años). Muy pronto él le diría a la gente: "No confíen en nadie mayor a los 40 años, excepto en Jay".

Aunque Steve no era un experto en tecnología, se moría por tener un producto suyo. Había estado acumulando ventas y haciendo negocios cuando Stephen G. Wozniak, Woz, estaba creando los primeros ordenadores

de la compañía, y él anhelaba fabricar una máquina que tuviera su propio sello.

Cuando intentó aplicar su visión del futuro, los ingenieros que diseñaban el ordenador Lisa de Apple, para deshacerse de él, le decían cosas como: "Si piensas que esas ideas son tan buenas, ve y construye tu propio computador".

No. Steve no tenía una bola de cristal que le dijera que él crearía soberbios productos de moda, uno tras otro. Y nunca fue lo suficientemente reflexivo como para hacer un alto y ponderar cómo había ocurrido esto. Se podría decir que había ganado la credibilidad sin darse cuenta.

En ese momento, para mí, era increíble ver lo abierto y entusiasta que era ante nuevas ideas. Las reveladoras experiencias de Steve en PARC iban a convertirse en uno de los más famosos y más reseñados eventos en la historia de la tecnología. A partir de aquellas visitas Steve Jobs se dispondría a cambiar el mundo. Y eso fue, por supuesto, lo que hizo.

Un hombre buscando perfección

A Jobs muchos lo describen como genio, visionario, gurú, irreemplazable. Otros, lo consideran poco más que un charlatán bien rodeado. Lo cierto es que es una figura de esas que aparecen cada cierto tiempo en la historia, revientan los moldes y le cambian la mirada al mundo.

Si no cree que él propició una ruptura así, tan sólo mire su celular, su reproductor MP3, su computador o una película animada el fin de semana. Hoy estamos en el futuro, en parte gracias a él.

Quizá los golpes, las enfermedades y los fracasos lo llevaron a límites donde el único escape era una gran idea, innovar y construirse un camino.

(Fragmento de la nota publicada por Iván Bernal sobre la muerte de Steve Jobs)

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